La llegada

“Sí, es muy joven, usted solo conoce la ciudad desde que la cruzó el tren. Era muy diferente entonces, muy diferente, señor Scott, muy diferente. La primera vez que llegué a Shinbone fue en una diligencia, algo muy parecido a esto…“ La voz de James Stewart repite este diálogo en mi cabeza, en bucle, como una de esas canciones que se quedan grabadas en tu cerebro y que cualquier intento de hacerlas desaparecer sólo agravan la situación.

Podría repetir con precisión de cirujano cada uno de los diálogos de “El hombre que mató a Liberty Valance”, he perdido la cuenta de las veces que la he visto. Cada día de paga el mismo ritual: mi traje de los domingos y al cine de verano. Y ahora estoy en este desvencijado tren, muerto de frío y cansado, pero no soy James Stewart y mi destino no es Shinbone, aunque el nombre de mi estación, que tengo anotado en un papel, sea casi tan inteligible. Tanto que aunque releo el nombre cada diez minutos soy incapaz de retenerlo, como si el nombre de mi destino mutase dentro del bolsillo, una especie de brújula mal imantada que señala el norte a capricho.

“¡Ouarauzen! ¡Ouarauzen!” Grita el revisor desde la otra punta del vagón. Está no es mi parada, y no es que lo sepa porque haya entendido lo que ha dicho el hombre, sino porque hace escasos cinco minutos que le pregunté y me dijo que aún faltaba para llegar. La comunicación ha sido complicada, pero con gestos nos hemos logrado entender o eso espero. Supongo que aprenderé alemán durante el tiempo que esté aquí, en el trabajo y el día a día. No puede ser tan difícil. El mellao me dijo que él con lo básico se maneja bien, que no me preocupe por eso. Mientras me den trabajo qué más da si los entiendo o no.

¡Sus mulas toas, qué frío! Repito esa frase a modo de mantra como si me sirviera para exorcizar las bajas temperaturas que hay en el vagón. Ni el traje de paño, ni el chaquetón de pana, que pesa tanto como la enorme maleta, logran que el frío desaparezca. Lo siento calado en los huesos, como si hubiera sido así siempre, como si mi cuerpo en pocos días hubiese perdido la memoria del calor, del sol. Me cruzo de brazos y los aprieto contra mi pecho. El forzado gesto me reconforta, me devuelve algo de calidez. Aunque me haga parecer uno de esos locos con camisa de fuerza.

Vías y naturaleza

Al llegar a la estación, Juan estará allí y me llevará a su casa. Me quedaré allí hasta que encuentre algo mejor. Que no se me olvide darle el queso, el lomo y la carta que su hermano me ha dado para él, verás qué alegría se va a llevar. A ver si no meto la pata y se me escapa decirle mellao, porque a Juan no le hace ninguna gracia el mote, pero claro, así es como lo hemos llamado toda la vida en Utrera, y un mote es algo muy complicado de cambiar y cuando uno lo consigue, la mayoría de las veces, es porque le han puesto otro peor. Así que lo mejor es aceptar el mote de cada uno, sin muchos aspavientos. Por ejemplo, a mi no me molesta que me llamen Manolito, aunque ya tenga más de treinta años. El lunes mismo me presentaré con el mellao… Con Juan en la fábrica y hablaremos con el encargado, aunque él ya me ha dicho que está todo solucionado, que hace falta mucha mano de obra. No tengo claro en qué voy a trabajar, pero no va a ser peor que el campo, los madrugones y la espalda reventá.

Además yo no voy a ser como el Joaquín, que tras dos meses se volvió quejándose del frío y de la pena, aunque todo el mundo sabe que el Joaquín es un cobarde y un quejica y que no iba a aguantar mucho sin su madre, que lo trata como si fuera un niño. Normal que todos le conozcan por el gorrión porque nunca va a dejar el nido. Mira al Cristóbal, que en tres años volvió de vacaciones con su propio coche y todo el mundo sabe que el Cristóbal no es el más espabilado que digamos. Lo que hay que tener es ganas de trabajar y lo demás pues ya veremos.

“Sí, es muy joven, usted solo conoce la ciudad desde que la cruzó el tren. Era muy diferente entonces, muy diferente, señor Scott, muy diferente…”

Va a salir bien, va a salir bien. No puede ser peor que seguir madrugando para trabajar en el campo y todo por dos duros. Aquí hay trabajo y oportunidades, además van a ser solo un par de años, lo suficiente para ahorrar algo y de vuelta a Utrera. Yo no quiero ir a Alcalá como mis hermanas, eso no es un pueblo, es un cerro. Con el dinero ahorrado me compro una casa al lado de Santa María y abro un negocio: un bar o una panadería que de esos siempre hacen falta y si uno lo sabe llevar con cabeza dejan un buen capital.

¿Cuánto quedará? Hace más de media hora que debíamos haber llegado. ¿Y si vuelvo a preguntar? Mejor que me tomen por un pesado que perder la parada. El revisor pasa a mi lado, me levanto y lo encaro torpemente. Le muestro de nuevo el papel. El hombre asiente y me dice que “Nok fiar estationen” Niego con la cabeza, no sé qué significa eso, solo entiendo la palabra estación. El tipo me mira, debo tener cara de ternero a punto de ser degollado, así que me señala su mano con cuatro dedos alzados y repite “estationen”. Ahora sí, asiento, cuatro estaciones. Doblo con cuidado el papel, lo guardo en el bolsillo y vuelvo a sentarme. El hombre prosigue su camino mientras rezonga algo que no logro entender.

Viaje en tren NIederrhein

El paisaje es extenso, interminable, imposible de abarcar con la vista, como en “La conquista del Oeste” que anunciaban en el cine con “Rodada en Cinemascope” con letras más grandes que el propio título de la película. Aunque el tren esté en movimiento, si miras el paisaje con mucha atención puede llegar a confundirte y pensar que estás ante una foto fija, una panorámica en tonos grises y verdes, con un azul al fondo moteado de blanco por algunas nubes. Si no fuera por ese verdor terrible me recordaría a los campos de Utrera, esas inmensas extensiones marrones llenas de surcos bajo un sol abrasador y de las que parece imposible que pueda brotar nada. Cuánto odio ese sol sobre la cabeza, desde el amanecer hasta el mediodía, sin descanso, con la espalda doblada, las manos encalladas y el bolsillo vacío.

Al fondo del vagón hay otro tipo con gorra calada, traje de paño de corte irregular y un maletón grande y pesado que amenaza con romperse. Como yo, mira el reloj y un papel alternativamente y con algo de ansiedad. Me apuesto lo que sea a que en ese papel está el nombre de su parada. Somos tan parecidos, que nos evitamos, como si al hablarnos delatásemos nuestra condición de emigrantes, de elementos ajenos a ese mundo, delante del resto de pasajeros. ¡Cómo si ellos no supieran ya que no somos de aquí!. Reconozco en su mirada, mis miedos y dudas, por eso decido no molestarlo. No somos de ninguna ayuda el uno para el otro. De todas formas ya conozco de antemano que nos diríamos. Las conversaciones entre emigrantes en Alemania se parecen mucho a las de dos presos en el patio de la cárcel: ¿Cuánto tiempo llevas? ¿Por qué estás aquí? ¿Cuánto te queda todavía? ¡Qué mala es la comida!

“!Brumencan! !Brumencan!” El grito atraviesa el vagón al tiempo que varios de los pasajeros se ponen en pie. Maletas que tropiezan, un ligero alboroto y un murmullo de disculpas. El tren vuelve a ponerse en marcha. Tres estaciones.

Estas maderas se clavan a mi espalda como puñales, ¡es insoportable!. Al principio parecían cómodas, pero tras varias horas han revelado su verdadera naturaleza como potro de tortura. Me levantaría a estirar las piernas o a ir al servicio, pero hay mucha gente y no me atrevo a dejar la maleta aquí sola. Además qué pasaría si por un despiste pierdo mi parada, qué hago entonces, a quién pregunto, a quién reclamo, cómo aviso al mellao… a Juan. Por eso debo estar concentrado.

Miro el reloj, son las cuatro y cuarto de la tarde. Hace media hora que deberíamos haber llegado. Es temprano, pero afuera es noche casi cerrada. Tanto el Juan como el Cristóbal me avisaron que el invierno aquí era duro, los días muy cortos, que se entraba a trabajar antes de que amanezca y se salía de noche, pero que ya habría tiempo en primavera y verano de salir a la calle y disfrutar un poco. A través de la ventana del vagón, el paisaje se ensombrece en cuestión de minutos y el verde se arrastra hasta la oscuridad más absoluta. La ventana pasa a ser una pantalla negra, una televisión apagada que devuelve un retrato deformado de quien se atreve a mirarla. La luz tenue del vagón, cenital sobre nuestras cabezas, afila los rostros y alarga las sombras. Me consuelo pensando que la primavera ya va a estar aquí y todo mejorará. Adiós a los rostros de sonrisa congelada, a los anocheceres a media tarde, al frío que cala los huesos. Aunque todo eso se viene abajo cuando recuerdo que aún estamos a mediados de octubre.

Vías y flores

“Sí, es muy joven, usted solo conoce la ciudad desde que la cruzó el tren. Era muy diferente entonces, muy diferente, señor Scott, muy diferente.” Maldito James Stewart que no logro sacarme de la cabeza.

“!Bestel! ¡Bestel!” A cada grito del revisor entiendo menos lo que dice. El sentido común me dice que le pregunte si es la mía, pero ya lo he hecho tres veces y no tengo más ganas de aguantar su mirada de cansancio o como el resto de viajeros levantan por un segundo la vista para verme gesticular como un loco mientras agito el papel con el nombre de la estación y repito: ¡Baujladen! ¡Baujladen! Si no me equivoco quedan dos estaciones. Dos estaciones.

Un banco más allá hay una rubia guapísima. Rubia, rubia, de las de verdad, parece de revista. Cuando el Cristóbal volvió con el coche el pasado verano presumía de haber estado con varias, decía que las mujeres aquí son más modernas y más abiertas, no como las mojigatas del pueblo. ¡Menudo fantasma el Cristóbal! Me encantaría acercarme a ella y presentarme y ver si es verdad que son tan abiertas, pero qué le digo, no sé ni una palabra de alemán. La miro, me mira, sonríe y agacha la mirada. Quizá tenga una oportunidad si…

“¡Baujfel! ¡Baujfel!” ¡Mierda! Esa es mi parada. Agarro la maleta y corro hasta la puerta casi sin tiempo. ¡Cómo pesa la condenada! Pensé que faltaba otra parada más, me habré despistado con la rubia. ¿Y ahora qué quiere este tío? “¡Nein! ¡Nein!” El revisor se sitúa delante de mí y me impide bajar. “Nein. Di neste. Di neste”. Intento apartarlo y bajar, pero el hombre no se mueve ni un centímetro. ¿Por qué no se aparta? Forcejeo, pero con la maleta en la mano no consigo nada. “Di neste” repite una y otra vez, pero sigo sin comprenderlo. Todos los pasajeros nos miran, sorprendidos e incómodos por mis formas bruscas, incluida la rubia cuya sonrisa ha desaparecido. El otro emigrante, el de gorra calada, es el único que ha agachado la cabeza, quizá avergonzado de mi torpeza e intentando que los otros pasajeros no lo relacionen conmigo. El revisor, como el mejor mimo que he visto en mi vida, usa las dos manos para explicarme que mi parada es la próxima. Le muestro de nuevo el papel, que a estas alturas debe conocer mejor que su propio nombre. Lo mira. Por un momento atisbo una leve sonrisa, pero es una mueca de cansancio. Asiente y sigue recorriendo el vagón, rezongando. El resto de pasajeros vuelve su mirada al frente, el espectáculo ha terminado.

Me quedo de pie, solo es una parada y volver a mi sitio sería volver a enfrentar la mirada de la rubia, reconocer la derrota. Quizá Joaquín, el gorrión, no sea tan quejica, puede que sea difícil, no para todo el mundo. Pero son solo dos años, eso pasa volando y a la vuelta todo irá mejor. Además la primavera ya va a estar aquí. Sí, la primavera y todo será muy diferente, muy diferente, señor Scott, muy diferente…

Otro Viaje en tren NIederrhein

Text auf Deutsch: https://stadt-land-text.de/2022/06/24/die-ankunft/

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