El Castillo

„Además, olvida usted, señor Otis, que el precio que pagó incluía
tanto el castillo como el fantasma…“

Oscar Wilde, El Fantasma de Canterville

¿No te da miedo estar solo en el castillo? ¿De noche? ¿Y los fantasmas? Esas preguntas, acompañadas con algún gesto de estupor o de escalofrío repentino, han sido lo que más he oído desde que llegué a la residencia, como una broma recurrente que no termina de hacer gracia y que me provoca desconcierto y duda.

Y la respuesta es sí, sí me da miedo. Nunca fui el niño más valiente, siempre algo temeroso de la oscuridad y las sombras y con una imaginación desbordante que intuía monstruos y fantasmas en cada rincón oscuro o en cada ruido nocturno. Y si esto me pasaba en pequeños apartamentos con poco espacio para presencias paranormales, imagínense ahora en este enorme castillo… Aun así intento no pensar demasiado en ello, ya que creo que la presencia de fantasmas es consustancial al castillo, parte de su esencia, como el naufragio a los barcos o el incendio al bosque. Además, si lo pienso, soy yo el intruso que está ocupando un espacio que no le pertenece, el nuevo en el edificio. Así que solo puedo intentar ser un buen vecino, respetar las costumbres de los inquilinos más antiguos y tratar como propias las zonas comunes para tener una buena convivencia con ellos: separar bien la basura, no escuchar música a volumen muy alto y no usar el taladro los domingos. Si estas simples normas de convivencia se aplicasen a la política internacional quizá sería todo más fácil…

Aunque si tuviera que elegir qué es lo que más miedo me da del castillo, no sería la presencia de fantasmas, sino un árbol que hay en el jardín que parece sacado de un manual de horror gótico, el sueño húmedo de Lovecraft. Si supiera de árboles diría que es un sauce llorón, por sus largas ramas como brazos fibrosos que se estiran para alcanzar desesperadamente el suelo, pero no tengo ni idea de árboles. Solo sé que ese es el típico árbol que en una noche cerrada de tormenta, entre el resplandor de los rayos, golpea tu ventana con las ramas hasta romperla e intenta atraparte con una fuerza descomunal. Mi esperanza con este estático enemigo es que florezca en primavera y cambie su aspecto a algo más amable, como les pasa a todos esos calvos que van de vacaciones a Turquía en busca de una segunda oportunidad capilar. Aunque hasta que eso ocurra lo tendré vigilado.

Árbol tenebroso

Y tras este ejercicio básico de nombrar mis miedos para superarlos, psicología de salón o primer día en el curso básico de coaching, puedo explicar porque vivo en un castillo, en concreto en el de Ringenberg, construido en 1229, casi 800 años de historia, casi tanto como la vida laboral de algunos presentadores de televisión. Y será así durante los próximos cuatro meses, los que dura mi residencia de escritura y los que va a durar el proyecto que me ha traído hasta aquí: La búsqueda del rastro de mi tío abuelo Manuel, que vivió en la región durante más de treinta años y del que ni yo ni mi familia conocemos o recordamos apenas nada, ya que fue alejándose de nosotros hasta convertirse en un total desconocido. Pero es pronto para eso, antes debo hablar del elefante en la habitación y así zanjar de una vez el tema: Vivo en un castillo.

Castillo Ringenberg

La obtención de una plaza en la residencia de escritura stadt-land-text fue una gran noticia, pero pronto quedó eclipsada por el hecho de que tendría lugar en el castillo de Ringenberg. Las pasadas navidades, en cuanto le conté a mi familia, mi madre insistió en que le mostrara cualquier imagen que hubiera de la fortaleza, como para confirmar la existencia del edificio y que no se trataba de otro de mis cuentos. En consecuencia vimos todos los videos en Youtube sobre el castillo, incluso aquellos hechos con el Moviemaker y que son sucesiones de fotos, más o menos enfocadas, con música techno de fondo, en un ejercicio de posmodernidad que ya quisieran muchos artistas contemporáneos.

Para nuestra sorpresa, al buscar Schloss Ringenberg, los videos con más visitas son recopilaciones de ataques de cisnes a los visitantes del jardín que rodea al edificio y que está separado de éste por un foso. En varios de los vídeos la gente huye despavorida del ataque y en otros hacen frente a las bestias de largo cuello blanco como si de una peli de terror de serie b se tratara: Los cisnes asesinos del castillo de Ringenberg, una mezcla entre un slasher y una película de caballeros medievales.

De momento no hay rastro de los cisnes, que emigraron al empezar el invierno a zonas más cálidas del sur de España o el norte de África, pero que según dicen deben estar a punto de volver. Como me comentó Claudia, la directora del castillo: “Que casualidad que ellos también vengan del sur como tú”. Me gusta el símil, pero creo que esos cisnes tienen más que ver con un jubilado alemán, que se marcha al sur en invierno en busca de climas más benignos, que conmigo. Aunque no me desagrada la idea de poder compartir algo de tiempo con esos cisnes sureños y quejarnos de los días nublados de Alemania y de lo difícil que es hablar el idioma.

En el corto espacio de tiempo que llevo aquí, varios amigos me han preguntado cómo estaba y, sobre todo, cómo era la vida en el castillo. Lo que me ofrecía una oportunidad de oro para bromear: “La vida feudal es más dura de lo que esperaba”, “Esta tarde me bato en duelo para defender mi honor” o “No puedo hablar ahora mismo porque tengo que ajusticiar a un plebeyo que ha cazado un venado en mis dominios”… Aunque la realidad de estos días ha sido otra: me he reconciliado con el silencio, solo roto por el continuo canto de los pájaros y por el sonido de las veletas que coronan el castillo. Un afilado chirrido por momentos molesto, pero al que estoy aprendiendo a escuchar como si fuera el latido metálico del edificio, el único elemento que se atreve a discutir su carácter de inalterable postal, que le aporta movimiento y hace sentir que el castillo sigue vivo.

Soy consciente que para muchos no es especial o relevante el hecho de vivir en un castillo, hoy día parece mucho más complicado encontrar un piso de 80 m² en el centro de cualquier ciudad que vivir en una fortaleza de más de 800 años. O aquellos que se casaron en tal o cual castillo, los más atrevidos y ajenos al buen gusto en bodas temáticas del Señor de los Anillos o de Juego de Tronos, no verán nada extraordinario en mi situación. Algún día algún antropólogo dedicará el tiempo suficiente a explicar por qué la gente se casa en castillos, supongo que serán las mismas ganas de ostentación de poder y riqueza que ya tuvieron los señores que edificaron estos enormes edificios, y menos la parte de hacerlo en un sitio seguro a prueba de asedios.

Castillo Ringenberg

La misma ostentación que estoy haciendo en este texto, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Cuya máxima expresión es la presencia de mi nombre en el timbre del castillo, aunque no de la forma correcta: “Álvaro Álvarez”. Herr Álvarez, Herr Álvaro, Herr Parrilla, Herr Parrilla Álvarez… Son algunas de las combinaciones que he visto con mi nombre desde que estoy aquí, como si fuera un juego donde se premiase a la más original. Pero mi nombre es más sencillo que todo eso: En España tenemos dos apellidos, el primero viene del padre y el segundo de la madre. En mi caso Parrilla (padre) Álvarez (madre) y mi nombre es Álvaro. Sé que el parecido entre mi nombre Álvaro y mi segundo apellido Álvarez no ayuda a solucionar la confusión, y que mi familia, previendo mi futuro en Alemania, podrían haber simplificado mi nombre. Pero creo que ningún padre espera que su hijo termine emigrando.

Tal como hizo mi tío abuelo, cincuenta años antes que yo, al llegar a Niederrhein, Bajo Rin, en un contexto diferente, más difícil y aislado. Y sí en apenas una semana he visto como mi ritmo, mi cotidianidad e incluso mi mirada han cambiado entre estos horizontes abiertos, campos de cultivo que transitan del verde al amarillo y que no parecen tener fin, suspendidos en un tiempo sin estaciones. ¿Cómo esto afectó a la vida de Manuel? ¿Fue este tiempo suspendido lo que lo retuvo aquí o hubo algo más? Y si fue algo más, ¿seré capaz de encontrarlo? Desde mi nueva fortaleza estoy dispuesto a descubrirlo, pero tendrá que ser en un próximo texto. Es tarde y debo apagar la luz para no molestar a los fantasmas del castillo. Hay que ser un buen vecino.

En español “Fortaleza” es sinónimo de castillo y también significa fuerza y vigor.

Text auf Deutsch: https://stadt-land-text.de/2022/03/25/das-schloss/

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